Un movimiento, una oportunidad
I
Cuando
los estudiantes salen por las calles a exigir una educación gratuita, que no
tenga como norte principal el fin de lucro, pidiendo que se supere el criterio
de diversidad de clases que impera desde hace algunos decenios en nuestro país,
no podemos dejar de recordar ciertos conceptos que deberían estar a la base de
cualquier sistema educativo y, por lo mismo, a la base de nuestra experiencia
formativa en Chile.
Dejando
de lado la participación de delincuentes y anarquistas en las marchas, es significativo
observar que no son pocos los padres y profesores, los miembros de diversas
organizaciones sociales o políticas, y la misma gente común, que se han sumado
a este movimiento, apoyando a los estudiantes, que asumen el riesgo de perder
el año escolar. Son también evidentes las dificultades o incapacidades de las
estructuras gubernamentales, ministeriales y municipales para operar un cambio significativo,
en grado de revertir la situación y de dar una respuesta adecuada a la crisis
que se ha generado.
Se
deben tener en claro tres elementos en este breve discurso. El primero de ellos
es la consideración del fin mismo que persigue la educación, bien esencial
sobre el cual toda sociedad debe construirse y que no es susceptible a
negociaciones manejadas con un discurso meramente economicista o
administrativo, cosa que vaciaría de sentido y contenido la educación misma.
Es
desde esta perspectiva que el
Concilio Vaticano
II, en la Declaración Gravissimum
educationis, al nº 1, afirma: «Todos los hombres, de cualquier raza,
condición y edad, en cuanto participantes de la dignidad de la persona, tienen
el derecho inalienable de una educación, que responda al propio fin, al propio
carácter; al diferente sexo, y que sea conforme a la cultura y a las
tradiciones patrias, y, al mismo tiempo, esté abierta a las relaciones
fraternas con otros pueblos a fin de fomentar en la tierra la verdadera unidad
y la paz»; y concluye:
«…la verdadera educación se propone la formación de la persona humana en
orden a su fin último y al bien de las varias sociedades, de las que el hombre
es miembro y de cuyas responsabilidades deberá tomar parte una vez llegado a la
madurez».
Igualmente la
legislación de la Iglesia, con bastante claridad, subraya cuáles son los fines
de toda educación. Se lee, efectivamente, al can. 795 del Código de Derecho
Canónico (= CIC), que la verdadera educación «debe procurar la formación integral de la persona humana, en orden a su
fin último y, simultáneamente, al bien común de la sociedad, los niños y los
jóvenes han de ser educados de manera que puedan desarrollar armónicamente sus
dotes físicas, morales e intelectuales, adquieran un sentido más perfecto de la
responsabilidad y un uso recto de la libertad, y se preparen a participar
activamente en la vida social».
Un segundo
elemento se relaciona con aquella realidad con la cual Chile, por tantos años,
se ha enorgullecido: la disminución del analfabetismo a valores prácticamente
iguales a cero. Dadas las condiciones actuales, este principio se revela una “ilusión social”, porque si bien la
información es verdadera, no se han abierto en igual medida las posibilidades
de desarrollo a todos los ciudadanos, especialmente a aquellos con menores
recursos. Más aun, con instrumentos tales como el crédito universitario, se le
coloca un freno a esa vía de desarrollo, no obstante las capacidades personales
que se tengan. Exigir una educación gratuita o más accesible, por tanto,
responde a una necesidad de justicia con las personas y con la misma nación,
evitando un dramático empobrecimiento cultural y social.
La
Declaración Universal de Derechos Humanos del 1948, al nº 26 establecía en tres
puntos que todo individuo tiene derecho a la instrucción y que esta debe ser
gratuita al menos para las clases elementales y fundamentales, mientras que «la instrucción técnica y profesional debe
ser puesta a la portada de todos», debiendo ser igualmente accesible a todos sobre la base del merito, orientada
al pleno desarrollo de la personalidad humana, del respeto de los derechos
humanos y de las libertades fundamentales, afirmando el derecho de los padres
en la elección del tipo de instrucción de dar a sus hijos.
También
la Iglesia Católica, en su magisterio y legislación, insta a los padres y a las
instituciones civiles a asumir un rol activo en el ámbito educacional, sancionando
la libertad de los padres en la búsqueda de los medios e instituciones en las
cuales formar a sus hijos, como también el derecho que poseen de recibir de la sociedad civil las ayudas que requieren
para procurar a sus hijos una adecuada educación (cfr. CIC, can. 793).
El rol
de los cristianos en la política nacional, por tanto, busca defender un derecho
que surge de la misma dignidad del hombre, creado y amado por Dios desde el
inicio, llamado a perfeccionar todas sus capacidades y talentos. Los
cristianos, por ende, deberán esforzarse en promover y exigir una planificación
de los programas educativos con un ecuánime distribución de los recursos,
respondiendo de este modo a las necesidades de los padres en orden a la
promoción que quieran dar a sus propios hijos.
Finalmente,
existe un tercer valor relacionado con la dignidad de la persona humana. Ella,
en efecto, no debe ser objeto de obligaciones tales que comprometan su
desarrollo personal, incidiendo gravemente en las condiciones de su vida futura.
Entre estas limitaciones subrayamos, a modo de ejemplo, la dificultad para
contraer créditos hipotecarios o iniciar actividades empresariales, el miedo de
sentirse incapaces de proyectar la construcción de un hogar y de una familia, la
angustia no poder mirar con serenidad una ancianidad digna y protegida. Considerándolo
desde otras perspectiva, se verifica también la tendencia a la alienación de todos
aquellos valores y compromisos estables a nivel social, familiar y religioso,
que hace que el hombre se repliegue sobre sí mismo, conmiserándose, o bien
busque en el hedonismo la sola realización de su existencia. El aumento de las
adicciones, de la violencia o la continua necesidad de terapias sicológicas,
muchas veces a corta edad, son un efecto directo de este problema.
En definitiva,
las consecuencias a las cuales se está llegando en la actual situación, reflejan
un progresivo deterioro en la calidad de vida de las personas y de la misma identidad
social.
El actual
movimiento de los estudiantes es, desde mi punto de vista, un signo concreto de
que la situación está tocando fondo y que exige de todos los actores en ámbito
de decisión y de acción, respuestas concretas y verdaderas. Acciones y no solo discursos
o represión. El hecho de que los diferentes rostros políticos estén en declino,
sean de gobierno que de la oposición, nos hace ver el índice de una situación
en la cual la misma sociedad chilena está viviendo el desencanto de una
política no creíble, o mejor dicho de una cultura política que no logra servir
al bien común.
II
Sin
embargo no debemos dejarnos llevar por la desesperanza. Sería injusto concluir
este discurso poniendo delante de los lectores solo el aspecto dramáticamente
negativo que conocemos perfectamente bien. Hoy, más que indicar a los
culpables, es necesario asumir el desafío de buscar vías de salida equilibradas
y justas para todos los ciudadanos.
La legítima
existencia de colegios y universidades privados no pueden ser causa de la
disminución de la calidad de la formación en aquellos públicos; allí debería
apuntar el esfuerzo gubernamental, en modo de superar los desequilibrios con adecuadas
medidas políticas, económicas y con suficientes recursos humanos.
Las políticas
públicas deben prever que los subsidios económicos sean distribuidos en modo
tal que los padres puedan realmente ser libres al ejercitar el derecho y deber
fundamental de educar a sus hijos sin ser obligados a sostener gastos
suplementarios que incidan gravemente en su presupuesto familiar.
La
formación universitaria debería ver reforzada su infraestructura en las
universidades estatales, de modo que sus estudiantes puedan gozar de recursos
equivalentes a aquellos que reciben otros estudiantes en las universidades
privadas, sin negar por ello que en estas últimas los estudiantes pagan por
mayores servicios y beneficios. Igual equilibrio debería buscarse en la
formación y promoción de docentes universitarios, como también en la apertura
de carreras universitarias que tengan una real posibilidad de inserción en el
mundo del trabajo. Si un estudiante con su título en mano, un título por el
cual ha trabajado arduamente por muchos años, no logra encontrar una fuente de
trabajo, ¿cómo podrá pagar el crédito universitario que ha cubierto sus estudios?
Y lo que es más triste, ¿a qué cosa sirvió tanto sacrificio?
Si
consideramos que la educación, desde su misma acepción latina (educatio), se orienta a la formación del
hombre en su totalidad (cultus corporis
quam formatio morum), ella implicará sea la trasmisión del saber
intelectual o técnico, como el esfuerzo por comunicar los valores y los
respectivos modelos de comportamiento, formando él una solida identidad
personal y social. La verdadera educación, por lo mismo, tiene un doble objeto:
formar integralmente al individuo y servir al bien común de la sociedad en que
vive.
El
movimiento de los estudiantes, que dura ya por tanto tiempo, es no solo la
reacción a un sistema inadecuado a nivel político, programático y económico de
la educación. Se presenta también como la oportunidad de establecer las bases
de un cambio que sea coherente con las actuales contingencias, justo en sus
proyecciones y el objetivo de una sana educación: el desarrollo del hombre en
su dignidad personal y social.
Fr. Jorge Horta E., OFM
Profesor de derecho Canónico
